Reflexiones desde el confinamiento

La soledad buscada siempre me ha parecido un regalo. Viajar al centro de mi misma, zambullirme en mis pensamientos; inspirar el aroma reconstituyente del silencio curativo ha sido para mi la medicina indispensable y no siempre disponible. Pero en estos días la soledad, aún conservando su valor, no me parece deseable. El momento de salir a aplaudir todas las tardes se ha convertido en un ritual de contacto en la distancia. Hay en ese sonido de palmas un latido ancestral. Es un homenaje a los que trabajan para que los demás puedan permanecer a salvo; pero también es un “aquí estoy” un “pertenezco”.
Los humanos somos gregarios, necesitamos de otros. Esa alteridad nos define, somos también lo que significamos para los demás. Pero muchas veces no sabemos, o creemos que no sabemos estar solos.
En estos días de confinamiento muchas personas están forzadamente solas consigo mismas todas las horas del día. La tecnología nos permite viajar, contactar, instruirnos, distraernos e informarnos, y todo eso contribuye a que no nos sintamos tan solos. Pero la angustia y la incertidumbre muchas veces se podrían curar con un abrazo silencioso, o con unas palabras tranquilizadoras al oído. Es quizás por eso que los primeros días de la cuarentena se dispararon las cifras de las llamadas de voz. Necesitamos contacto más allá de lo virtual, oír voces conocidas, acercar lo lejano. Tocar de alguna manera, lo más físicamente posible a los que amamos. No nos consuela un emoticono.
La pandemia cada vez nos resulta más real y necesitamos contrarestarla con cosas mucho más reales. Nos damos cuenta de lo extraordinariamente importante que es la tierra para nosotros, una sociedad que se cree mejor que los animales y dueña y señora del planeta. Anhelamos ahora el rayo de sol, desearíamos tocar el agua saltarina del riachuelo, o pisar las orillas de una playa cercana. Muchos renunciaríamos con gusto a muchas supuestas comodidades por recuperar una vida sin la amenaza de la pandemia.
Mi abuela materna hablaba de un hermano que desapareció en la guerra civil, jamás recibieron carta, o indicio de dónde podía estar, o si habría sobrevivido a la guerra. Ese dolor se convirtió para mi abuela, en un compañero, en un sustituto del hermano desaparecido.
Hoy está pasando que miles de personas tienen que irse sin ser despedidas, sin el rito que los humanos necesitamos, desde la prehistoria, para despedir a nuestros seres difuntos. No poder tomar sus manos, susurrar un te quiero, ni tan solo acompañar en la partida. No soy psicóloga, no soy socióloga, pero pienso que este dolor nos acompañará siempre. Intuyo que ese profundo sobrecogimiento que sentimos todos en forma de incertidumbre, de miedo a lo desconocido, puede hacernos más sensibles. Algunos se quedarán con el consuelo fácil de echar culpas fuera y buscar responsables. Otros, tal vez, veremos la oportunidad de dejar lastres, de levar anclas hacia lo que de verdad nos importa. Ojalá todos salgamos mejores tras el COVID19. Los que se van y los que se irán no serán solo números, sino luces que iluminen el cambio hacia un futuro, aún incierto, pero tal vez, solo tal vez, mejor.



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