La mujer del pañuelo


Hay misterios a tocar de una mano y a un abismo de distancia.

Es la tarde de un día extraordinario, tras el trabajo, un día entre todos los demás días. Las nubes hablan de otoño, de lluvia; la humedad puede con los tímidos y agradables rayos de sol. Caen gotas. Tras el autobús en fuga me aparto a esperar el siguiente, refugiada entre dos portales. En mi atalaya puedo ver el grupo de escolares encabezados por un profesor, algunos con paraguas abiertos;  un niño le pregunta a su compañero de paraguas si sabe cómo suena una bala. Me sorprende ese fragmento de conversación; me deja pensativa. Cierra la comitiva otra profesora y más niños, algunos al advertirse observados me inspeccionan o me sonríen. Por último una niña que no parece pertenecer al grupo sigue su misma dirección y me quedo con el interrogante, pues la próxima aparición de mi autobús, acapara por el momento mi atención.
Llega uno, pero no para, va a cocheras; al momento le sigue otro, para alivio de todos los que esperamos. Casi siempre ocurre que los últimos en llegar suelen querer subir los primeros. Debe de ser una de esas leyes inmutables. No hay sitio para sentarme, pero sí consigo un rincón donde anclarme de pie, sin quedar en medio. No me gusta estar en medio.
Desde mi lugar veo y todo el autobús puede escuchar una conversación telefónica. La que habla, con un tono de voz moderado, es una mujer afrocaribeña;  está sentada de espaldas a la marcha, parece sacada de un anuncio. No es joven y parece cansada. Muy delgada, ojos enormes y tristes; su ropa es limpia y anacrónica, una falda que deja a penas ver unas delgadas piernas y una sencilla y breve chaquetilla de punto; su cabeza tocada por un pañuelo colorido y anudado en lo alto; la mujer lleva unos zapatos de plástico negros, para la lluvia, limpios y brillantes. Su voz es poderosa, nace de un instrumento racial,  en donde la música puede florecer;  se nota su esfuerzo por mantener un tono bajo, incluso parece susurrar; pero su voz brilla, clara, suave y profunda.
La conversación es con alguien de su confianza, tal vez. 

Aquí, en este autobús lleno a rebosar de gente que mira a ninguna parte, o a otro lugar, lejos, a través del móvil la mayoría; auriculares en las orejas, pocos miran por la ventana y nadie mira a nadie; yo miro y no puedo evitar oír esa conversación privada. La mujer del pañuelo antillano, con sus enormes y tristes ojos habla con esa persona al otro lado de la línea telefónica; ella anhela un consejo, un recurso o una solución. Parece obvio que está recién llegada a la gran ciudad, perdida, valiente; no es solo una gran ciudad, es otro mundo sin códigos reconocibles.
- Si, si... claro. Es que yo no sé...
-...
- Es que ahora me dice que tengo que pagar el 40% del primer sueldo. Si...
-...
- Y claro, puedes consulta con fulanito, si...
- Es que eso no es correcto, no me dijeron nada de eso... el cuarenta por ciento es mucho...
-...
- Comprendo, por eso te lo quería preguntar, por si tu sabes...
-...
- Es que eso no es correcto, no se debe dar poder a algo no correcto... 


Sigue la conversación. Esos ojos tan tristes reflejan una gran decepción; al otro lado no hay una solución; resuelve y comprende que no hay esperanza. La mujer parece muy cansada. Me siento fuera de lugar, entrometida en una intimidad vulnerable; separada ¿por qué? por un mundo. No me atrevo a mirarla por no ofender o por cobardía.

Continúa la voz, profunda, ese lamento en susurros.

- Eso es mafia, pero... yo no quería contribuir a algo no correcto ¿comprendes? ... no es correcto.
-...
-No, mira, mejor no le digas nada a fulano; veremos lo que hacemos...
-...
-Si, si... claro, por eso; no es correcto... si, eso es un negocio, una mafia...

La mujer llega a su parada. Se baja. En un instante la he perdido de vista. Se ha ido. Se ha adentrado en quien sabe qué realidad. Triste, sola.

Me pregunto, a veces, si hay otros mundos, pero hoy sé bien que en éste hay muchos distintos.

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