Aquel verano que vimos ballenas


Nos vamos a ver el país haciendo kilómetros con nuestro mini. En el maletero llevamos los sacos de dormir y la canadiense, una guía de campings, un bolso con unas pocas ropas, la cámara réflex y nosotros con nuestra vida llena de expectativas y de sueños, de ilusiones por realizar y la piel fresca, los ojos brillantes, las manos que acarician suavemente y la sonrisa apenas empañada por las penas que no saben aún cuantas más han de venir para quitarles a éstas su nombre. Vamos parando aquí y allá, hacemos preciosas fotos de hórreos, caseríos, puentes, bosques, a veces nubes como ovejas rizadas y azules. El tráfico es escaso, parece que el mundo sea nuestro. No hay obligaciones, solo deseos de vivir, de naturaleza, de conocer lugares, de descubrir y de compartir nuestros sueños. Parece que el tiempo no existe y que este viaje pueda durar siempre. No hay mañana y solo pensamos en hoy, aquí y ahora. 
Es mediodía y hace ya que tenemos hambre, pero no hay bares ni restaurantes a la vista, pasamos pequeñas aldeas en las que no hay comercios, ni señales de poder comprar comida. Transcurrido un cierto tiempo y con ruido de jugos gástricos esperando algo que comer, se nos ocurre que una simple hogaza de pan sería bien venida, pero no hay nada que hacer. Paramos y revisamos el mapa de carreteras, hay pueblos cerca, aunque pequeños; habrá que tener un poco de paciencia y ya encontraremos algo. Seguimos la ruta un poco más. No hay alternativa.
De pronto, casi nos pasamos; vemos un bar, con el cartel de Coca Cola muy gastado, no parece que tenga muchos parroquianos, pero nos alegra la posibilidad de poder tomar algo, sea lo que sea que puedan ofrecernos. Retrocedemos marcha atrás, nos bajamos y cerramos la puerta del coche. Ilusionados y hambrientos empujamos la puerta de cristal del bar que está abierta. Saludamos. Adentro no hay luz encendida, pero no es del todo sombrío y la luz entra por la puerta y por una ventana al fondo del local que es bastante amplio; nadie tras la barra, entrando a la derecha, nadie ocupando las sillas en torno a las mesas. Bien seguro que los domingos y días de fiesta se llena de gente, tomando copas, jugando a cartas, riendo y escuchando música o viendo entusiasmados un partido. Pero está claro que a estas horas no esperan recibir clientes. No hay ruido, ni señal de actividad alguna, ni en los alrededores. Tal vez estén momentáneamente en el almacén, limpiando, en el baño o trabajando la huerta, ya que el bar está totalmente rodeado de campo excepto la carretera. Alguien tiene que atender el bar, no puede andar lejos. Llamamos, nadie responde salvo un vacío casi huraño, que nos dice que no somos bienvenidos. Pero estamos demasiado hambrientos para dejar pasar esta oportunidad de comer algo, sea lo que sea. Volvemos a llamar. Silencio. Nos miramos y no nos lo creemos, no puede ser. Tenemos hambre. 
Al fin parece una mujer bastante joven y gruesa, camina sin ganas y su actitud nos dice que no dan comidas.
— Buenas tardes.
— Buenas
— Hace rato que queremos parar a comer, pero se nos ha pasado la hora y no encontramos dónde.
— Aquí no damos comidas, es un bar.
— ¿No podríamos picar algo? Tal vez tiene pinchos. Con algo así nos basta.
— No me quedan pinchos.
— Podría hacernos unos bocadillos, por favor.
— No me queda pan de barra.
— ¿Tiene otro tipo de pan? Tenemos hambre.
— Tengo pan de hogaza.
— Eso estaría bien
— ¿Les hago unos bocadillos de pan de hogaza?
— Perfecto, se lo agradeceríamos. Estamos hambrientos.
— ¿De qué los quieren? Tengo chorizo y jamón
— De jamón estará bien. Muchas gracias.
— Siéntense.
Desprende un intenso olor a sexo. No estaba en la huerta, ni fregando; estaba con alguien y nosotros hemos interrumpido inoportunamente.
La mujer corta el pan con un enorme cuchillo, apoyándolo en su grueso pecho; lleva un jersey de punto en manga corta, de un color asalmonado. Las rebanadas son muy gruesas. Nos hemos sentado a una de las mesas y ella nos trae los dos bocadillos mientras la miramos agradecidos. El olor es intenso y evidente, no hay duda. 
— ¿Nos puede traer algo de beber por favor?
— ¿qué les pongo?
— Una Coca Cola y un agua, gracias.
Comemos con las manos, separando las rebanadas, demasiado gruesas para dar un bocado sin desencajar la mandíbula. El jamón está duro y no resulta nada delicioso. Pese a todo, nos quitamos el hambre. Pagamos y nos vamos tristemente, con esa sensación de estorbar; con el inoportuno olor sexual de la mujer grabado en nuestra pituitaria.
Ya en el coche nos miramos y no nos podemos creer lo ocurrido. La mujer nos ha hecho un favor; tal vez no hubiera salido si no por miedo a ladrones o vete tú a saber. Pero lo que ha hecho es un acto de caridad, pese a todo. Los intrusos somos nosotros.
Esa noche dormimos en un camping. Lo más difícil es, ya oscurecido, montar la canadiense, demasiado grande para dos. Las luces nocturnas en la ría, juegan a hacer guiños reflejadas en el agua. 

Dibujo a lápiz de pareja y barcas en un puerto

Por la mañana, con luz, podemos apreciar el paisaje, los barcos. Una vista magnífica al Atlántico, protegidos por la ría, rodeados de verde hasta el agua.
Al mediodía después de haber levantado la tienda y proseguido viaje, paramos el coche en Corcubión. Paseamos por el puerto y allí, como si nada, hay unas ballenas preciosas y grandes, están tranquilas y felices. Me hubiera quedado en ese lugar mucho tiempo contemplando esa escena extraordinaria, esos seres poderosos, despistados en territorio humano, confiados y mansos. Se les oía respirar, chapotear. Con el paso de los años aquello parece un sueño, porque entonces, en esa época yo era una joven preocupada por temas banales, casi todos sin importancia; inconsciente de que aquella escena era extraordinaria realmente.
Las barcas están pintadas de vivos colores primarios, verdes, rojos, azules, amarillo canario las menos, o blanco; llevan nombres bonitos, de mujer que tienen sentido para el propietario, que sale a faenar confiado en ese amor, en ese recuerdo o ese fetiche amado.
Los pasos nos llevan a un mercado. Las ostras contienen todo el sabor del mar y si cierras los ojos te ves entre corales, nadando entre algas y peces. El mercado está animado y uno se siente ajeno y extraño, ignorante de códigos forjados en duras jornadas de labor marinera. Somos turistas, intrusos bien intencionados. Ni siquiera sabemos qué será de las ballenas.
Y un recuerdo florece: tras una esquina de rústica piedra, es la hora de comer.  En el pequeño restaurante, nos hacen subir al primer piso, se divisa la calle sencilla desde nuestra mesa y pedimos rodaballo recién pescado, con patatas y sofrito de ajo y pimentón; se trata de rodaballo a la gallega. Es tan delicioso y sencillo, que su recuerdo permanece intacto tras los años transcurridos. Y un recuerdo lleva a otro, sensaciones ancladas en algún lugar del tiempo ¿Seguirán visitando el puerto las ballenas?

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