Las Necrológicas


 Una conversación interesante se puede encontrar en el lugar más inesperado.


Hoy he conocido al señor Grau. Estaba yo saliendo de trabajar y recibí una llamada de mi marido que quería ir a recoger el coche al concesionario donde le estaban realizando una revisión de rutina y quería que quedáramos allí. Como yo estaba a veinte minutos del lugar, me entretuve caminando despacio,  con esa actitud indolente del que no tiene prisa o no quiere llegar demasiado pronto. Tuve que preguntarle con un mensaje a qué altura estaba el concesionario y con calma me fui acercando, segura de llegar primero.  
Observaba cada escaparate y sin prisa iba cruzando las calles, así que en escasos veinte minutos estaba en la puerta del establecimiento de la marca japonesa;  moderno, con un enorme taller y un zona comercial donde se recibe a los clientes mientras esperan ser atendidos. 
Como sabía que llegaba pronto me entretuve viendo la actividad del local. El taller mecánico no está a la vista y lo que puede observarse son clientes en el despacho acristalado que son atendidos por un comercial y en una zona amplia coches en fila listos para entregar, entre los que se encontraba el nuestro. A los pocos minutos uno de los comerciales me saluda y me hace pasar a la salita interior de espera. Se trata de una zona circular con mesitas bajas en madera y sillones de color rojo dispuestos como si de una cafetería se tratase, incluso en un rincón, sobre un mueble puede verse una cafetera de bar. En un extremo hay un mostrador donde van siendo atendidos los clientes.  

Mi intención era esperar a mi marido leyendo mi libro, pero sobre una de las mesitas veo un ejemplar de La Vanguardia y me dirijo a sentarme junto a esa, aunque todas están vacías en ese momento. Cojo el diario dispuesta a ver de qué trata ese día la sección de la contraportada. Al parecer entrevistan a unos bosquimanos. En ese momento un hombre mayor se sienta enfrente y le saludo ofreciéndole el periódico. Se trata de un hombre de unos ochenta o más años. Lleva el pelo blanco, escaso y algo largo. Con ojos vivos y azules me dice que no le interesa.  En ese momento podría haber terminado la conversación, yo hubiera podido leer la entrevista y no pronunciar más palabras; pero algo en su actitud requería mi atención. Así que le respondí con un "¿no?" algo incrédulo y le digo que a mí  sí que hay secciones que me resultan interesantes, como La Contra, por ejemplo. Entonces me dice:


- Le va a parecer algo extraño, pero ¿sabe qué sección miro yo en La Vanguardia? 
En ese momento, antes de que me lo diga lo adivino. Pongo cara de esperar su respuesta. Y lo dice:

- Las necrológicas.
Yo le confieso que a veces también las miro, pero que no pasa de ser algo anecdótico. 
No hay en este hombre intención de dar pena, ni de ser negativo; no pretende escandalizar ni atemorizar. Sus ojos brillan y noto como prende en mi ánimo la curiosidad de asomarme a ese punto de vista.
Entonces me explica que busca en las necrológicas como van desapareciendo sus amigos y que es algo triste de ver. Que por nada del mundo quisiera vivir ciento veinte o ciento treinta años. Y yo le pregunto si no lo quisiera aún estando bien como parece estarlo hoy;  y me responde que no, que de ninguna manera lo querría; porque entonces sus hijos ya serían ancianos y probablemente los tendría que ver morir y que no soportaría una vida sin sus amigos y familiares;  que cada vez quedan menos. Yo asiento, comprendo. Me explica que en una época tenia un palco y que simplemente dejó de ir, porque poco a poco sus amigos van desapareciendo. 
Todo esto me lo cuenta el señor Grau sin dramatismo, sin teatralidad. Y yo asiento, comprendo. 
Y yo le pregunto qué cosas le gustan, qué hace que se levante por las mañanas. Dice que ya no le gusta nada y yo le digo que no me lo creo. Tal vez pasear, leer, viajar. Y me dice que no, que ya viajó mucho, ya conoce muchos países. "Ahora no te tratan bien en los aviones, ni en los aeropuertos" antes era diferente. Yo le reconozco que sí, pero que ahora puede viajar todo el mundo,  antes era más caro y por eso te obsequiaban más. Aún así yo le digo que tengo ilusión por viajar y me queda muchísimo por visitar aunque me encante vivir aquí, en Barcelona. Y  entonces el señor Grau me confiesa que sí tiene una ilusión y es conducir su coche hasta donde vive su hijo, en Sitges. Espera mantenerse autónomo para poder disfrutar de estas visitas. Pero otros viajes ya no. Total la sirenita de Copenhague es... ¿Qué es?  Una escultura pequeñita ¿y para eso va la gente a Dinamarca? Yo sonrío y pienso en Copenhague. Quiero ir. 

Sigo con el diario en la mano a medio abrir, pero sólo es un papel. Han ido llegando otros clientes,  pero tras un breve saludo se sientan en otras mesas.

Entonces reconvengo con el señor Grau que sí que tiene ilusiones, al menos una; y que estamos en uno de los países más hermosos para vivir, donde mejor comer, disfrutar de sol... 
Al llegar, mi marido nos encuentra en animada charla y de una forma muy graciosa le pide que le disculpe pero que quiere saludar a su señora,  o sea yo. Los presento y seguimos la conversación a tres, que deriva en la relativa seguridad de nuestra ciudad y de su experiencia, la del señor Grau, en otros países donde la gente es portadora de armas en su vida cotidiana. Hasta que llaman al señor Grau  porque ya deben de tener listo su coche. Es en ese momento cuando me entero de su apellido, aunque no nos hemos presentado realmente. 

Después de breves momentos regresa el señor Grau a despedirse con una sonrisa, los ojos brillantes; con apretones de manos se dirige a mi marido con actitud trascendental: "Cuídela" le dice.
 Yo le doy dos besos al señor Grau y le deseo con cariño una ilusión para despertar cada día. 












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