El invierno



En invierno las mañanas nacen con la tierra endurecida por la helada. Se hace extraño pisar y que la tierra no ceda bajo los pies. Una puntilla blanquecina reparte el frío sobre los campos ateridos y sobre los sembrados, que son solo dibujos en la tierra oscura, labrada a la espera de la siembra; dormida e impasible al graznar de las urracas. Las hierbas escarchadas parecen haber paralizado el momento en que la brisa se convirtió en diminutas partículas de humedad, atrapando el aliento de la vida con un gesto del nigromante poder del frío.
 El invierno enseña que la espera fructifica. Cuando todo parece ya perdido y que la noche congeló los resquicios de vida;  que no es posible sobrevivir a esta acartonada mortaja; los oblicuos rayos consiguen suavizar durante unas horas la rigidez pétrea del suelo y liberan las diminutas hierbas de la acristalada condena.
Los árboles paralizaron su savia bajo la corteza, y sus ramas sin hojas parecen extenderse a la espera de noticias de tierras más cálidas, donde ahora veranean los moradores de sus nidos vacíos.
Es un milagro que lo que parecía muerte sea solo sueño.  En su interior, al abrigo de la destrucción y la intemperie, la tierra alberga la vida en forma de semillas, bulbos, larvas, ciudades de intrincados túneles, los hormigueros, avisperos y colmenas; pequeños mamíferos, hibernando en acogedores vientres cavados en verano, cuando la tierra era blanda y nada presagiaba el vacío invernal; su innata sabiduría evolutiva previó éste lapsus, acumulando grasa en sus cuerpos y pequeñas bayas y provisiones para sobrevivir dormitando, a la espera del despertar de la tierra. 





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