El ataúd blanco


Tal vez ocurrió en primavera porque recuerdo una humedad en el aire y claridad y el intermitente canto de los pájaros.
Por entonces yo contaría unos seis años y mi amiga María poco más. Asistíamos regularmente a la escuela rural en una aldea próxima a la mía y equidistante también de la de María. Los desplazamientos eran diarios y a campo traviesa, varias veces al día. Allí en la escuela coincidíamos y también cuando María visitaba a sus ancianas tías en mi aldea; en esas ocasiones jugábamos juntas en mi casa o en la calle.

Sin noticias previas mi amiga María tuvo un hermano; era un varón. A los pocos días de nacer el bebé murió.  No recuerdo  ningún dato que aporte luz sobre las causas de aquella muerte prematura. Mis padres lamentaban lo ocurrido y mi madre me informó de que los neonatos van al cielo sin preámbulos, vienen del limbo y allí regresan porque no tienen pecados.

No recuerdo velatorio, ni lágrimas, ni llantos. Una comitiva partió desde la escuela, donde se hallaba; un pequeño ataúd blanco, portado por todos los niños. Este cortejo se realizó a pie entre la escuela y la iglesia, recorriendo despacio los caminos, flanqueados por muros bajos de piedra y prados verdes. A plena luz del día resaltaba aquel blanco inmaculado, aquella despedida sin preludio. Llevamos flores y vestimos de domingo. Aquel era un funeral de niños. Un funeral como de juguete. 

Nunca nadie habló más de aquel acontecimiento, y mucho menos María que jamás tuvo otro hermano. Tal vez no había nada que contar sobre alguien que nunca vivió.
Pero en mi memoria quedó aquel pequeño ataúd blanco enterrado junto al muro, en el rincón Noroeste del cementerio, con sus pies apuntando al sur. Allí se va mi mirada siempre que entro a ver a mis muertos.

Aquella pequeña estrella fugaz que compartió conmigo, ya muerto, un instante de camino, dejó un destello, una estela blanca hace mucho olvidada.


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