Los lobos


Esta historia te pondrá los pelos de punta


Apuraban el tiempo de estar juntos y disfrutar del amor recién estrenado. Se veían los sábados cuando él la visitaba, caminando una hora larga  desde su aldea a la de ella. Eran momentos felices en los que hablaban de sus vidas, su infancia, sus proyectos juntos; pues ya se sentían uno parte del otro. Lo único que tenían que hacer era ahorrar un poco más para comprarse la casa. Si continuaba trabajando así lo conseguiría, pues no desaprovechaba ocasión para hacer más horas en la obra. Tendrían su propia casa muy pronto y entonces celebrarían la boda a la que invitarían a los amigos y familiares más allegados. Entonces comenzaría una vida juntos y felices.
Así las horas transcurrían como minutos y la noche estaba más próxima a cada momento. Se habían despedido ya tres veces, pero lo aplazaban unos minutos más. Al fin él partió. Ella se quedó preocupada, pero confiaba en la valentía de su amado.
Al poco de emprender el regreso notó una sensación extraña. Nunca había tenido miedo y el camino oscuro no era obstáculo con el foco bien provisto de pilas. Pero la sensación persistía y el frío hizo que se arrebujara en la zamarra con el cuello alzado y apretara el paso para entrar en calor.
Al principio pensó que un perro de la aldea había decidido acompañarle un trecho, pues le divisó en un margen del camino en uno de los barridos que hacía con el foco.  Pero la sensación que recorría todo su cuerpo, un cosquilleo eléctrico, le estaba avisando de un claro peligro. Algo que su instinto de miles de años sabía y que su mente aún no había detectado. Buscó con el haz de luz y al margen del bosque no divisó al perro, sino a dos lobos cuyos ojos brillaron como feroces ascuas. Le estaban siguiendo y no se había percatado; probablemente estaban muy hambrientos y de seguro tenían planes respecto a él. No se atreven con las personas a no ser que estén solas y el hambre les obligue. Al parecer hoy era el día.
Durante unos segundos dudó si recular hacia la aldea, pero al girar levemente la vista comprobó que dos lobos más le seguían a unos diez metros. Le estaban cercando.  El miedo hizo acto de presencia y tomó el control de sus piernas que se encaminaron hacia el roble más próximo y que era un añoso especímen. Los lobos vieron su intención y se precipitaron hacia él, pero la corteza rugosa le ayudó a ascender,  cosa que hizo sin tener conciencia de ello. Ascendió lo más que pudo, mientras los lobos rascaban el tronco;  se  apartaban, tomaban carrerilla y parecía que podrían trepar de un momento a otro. Resbalaban y volvían a intentarlo una y otra vez. Eran cinco enormes lobos con la firme decisión de cenar.
Aferrado a la rama en que se recostaba, permaneció inmóvil durante horas, a oscuras, ya que en el ascenso había perdido la linterna; hasta que perdió el tacto de sus manos ateridas y temió caerse a merced los lobos. Los pies no estaban en mejor situación, la inmovilidad los entumeció y a pesar de llevar buenas botas, el frío hizo mella en él.  Temblaba como presa de fiebres y solo esperaba que trascurrieran las horas y alguien pasara por el camino; de no ser así estaba convencido de que los lobos no cejarían en su acoso.
No hacía viento, helaba. La quietud era tan grande que pareciera que en el mundo no quedara nada más que él y los lobos; aunque el frío le atormentaba más que éstos. Si se dormía podía resbalarse por el musgo que cubría el grueso tronco y sería pasto de la jauría. Tenía un pie anclado en un hueco, eso le servía de sostén porque las agarrotadas manos habían perdido su capacidad prensil.
La idea de un delicioso caldo caliente le hacía remover los jugos gástricos. Pero tendría suerte si salía de ésta porque los lobos parecían convencidos de que la espera daría sus frutos y de vez en cuando intentaban la escalada.
Pasaron las horas y en algún momento se endormiscó, breves cabezadas que le aterraban y hacían estremecer.
Pensó en toda su vida hasta ese momento y en que era absurdo haber pasado tantas calamidades para ser a las últimas un bistec: había atravesado dos veces el Atlántico antes de los cuatro años, una de ida cuando apenas era un embrión, otra de vuelta, un niñito hermoso de tres años y poco, correteando por un enorme barco durante semanas, un juguete para las damas y bien seguro un trabajo arduo para su madre que era tan joven entonces. De aquella época remontaban el baúl y la vajilla con adornos dorados de su madre, una foto de un enorme grupo en la cubierta y su aversión por los barcos.
Pensó en todo eso y casi se mareó al recordar su paso por el Estrecho de Gibraltar. Era pánico a navegar lo que tenía. Pero lo atravesó obligado, ésta vez porque iba camino de África, en cumplimiento del servicio militar en el ejército de tierra con misión en Marruecos, de ida y milagrosamente de vuelta. Sobrevivió a los ataques, a los desfiles sin tregua, a la falta de comida y de agua y a las fiebres palúdicas cuando ya le daban por muerto en el hospital de campaña. Pensó con inmenso agradecimiento en Blanco, él le visitaba en aquél sombrío lugar lleno de lamentos, después de eternos desfiles, exhausto, anteponía su amigo moribundo a su cansancio y le acercaba agua en su delirante abandono. Un día llegó un jamón desde casa y buscando al destinatario le hallaron, por fin. Las fiebres quedaron en un recuerdo de lealtad imborrable.
Lloraba al recordar, su corazón rebosaba calidez y agradecimiento.  No, no había nacido para ser devorado por los desdichados y hambrientos lobos. Reparó en ellos sin miedo, lleno de conmiseración por su hambre atroz, "hambre de lobo", eso era lo que significaba la frase. Estos animales hermosos, inteligentes y feroces que tienen derecho a la vida en la tierra y que el duro invierno, la nieve y los hombres les ponen difícil.
En un punto al este empezó a ver una cierta claridad, no podía ver la hora en el reloj pero debía tratarse del alba. Las orejas parecían dos cartones pegados a su cara y todo su cuerpo le dolía; no podía mover los dedos dentro del calzado, entumecidos y cansados como estaban.
Ante sus ojos el negro se tornó gris, luego el azul aplicó unas pinceladas y por una rendija se abrieron paso el rosa y el amarillo rompiendo la noche. La tierra seguía oscura, los árboles eran sombras inmóviles a la espera, igual que los lobos; a éstos escuchó lamentos durante su abstracción, lloriqueos como de perro apaleado. Ahora, el frío arreciaba aún más; en las horas previas al alba la tierra pierde todo su calor, necesita urgentemente los rayos de su estrella que pronto ascendería. Tenía la sensación de que iba a quedarse dormido, algo tiraba de él hacia una zona ingrávida donde los pensamientos se mezclan con los sueños y donde la conciencia pierde pie para elevarse en otra dimensión intangible, cálida y amable. Fueron apenas minutos, un tiempo indefinido que dejó en su cuerpo la sensación de haber dormido horas.  Al despertar, un momento antes de abrir los ojos lo supo con toda claridad: Los lobos se habían ido.


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