Las alas del tiempo


En el preciso momento en que miles de aves iniciaban su vuelo, ella fue capaz de sentirlas. No me preguntéis cómo, porque el mecanismo no lo sé,  pero ella lo supo, aún a cientos de kilómetros. Vio las aves con un sentido en el que no intervienen los ojos, las sintió aleteando, sintió la vibración del aire, la alegría y la libertad del vuelo. Vio con ese sentido el enorme árbol donde cada atardecer las aves bullían de vida y era tan grande esa sensación que lo llenaba todo. 

Se vistió despacio y esperó el momento de partir; cada gesto era una despedida, una caricia para el recuerdo porque sabía que no se repetiría jamás; y besó con las manos las esquinas, los libros y los lápices. Y la materia le respondía como un gato a la caricia. 
El sabor a despedida inundó la luz de matices ambarinos y algo flotaba en la habitación como las partículas de polvo a contraluz. La anticipación llenó de emocionado rubor sus mejillas y sus ojos desprendían destellos de purpurina multicolor.
 Entonces, con un gesto repetido infinitas veces cruzó sus piernas y cerrando los ojos se sentó en el suelo, palpándolo, como comprobando esa solidez de prisión segura. 

Y ocurrió. Se halló flotando entre brisas que enfriaron su piel y no necesitó abrir los ojos para  saber que nada delimitaba el ámbito de su libertad. El batir de alas acarició su rostro y poco a poco, sin miedo, abrió los ojos a una realidad nueva que solo había podido intuir en sus sueños, día tras día encerrada en esa habitación, en esa vida anterior. Dejó que la emoción la atravesara sin entregarse a las lágrimas. Ese sentimiento más grande que el amor y más dulce que el sueño lo llenó todo. Era una con la bandada, con la luz y con el viento.  
Miró un horizonte inabarcable y supo que no había nada que temer, que lo mejor y lo peor habita en nuestro interior y que no hay encierro que pueda aprisionar eternamente. 

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