Olor a rosas


A veces recuerdo el olor a rosas. Y cuando digo olor a rosas es auténtico aroma de rosas. No me refiero a ese escaso y poco penetrante olor de las rosas que venden en las floristerías. El olor al que me refiero crece al pie de la pared de piedra y trepa hasta la ventana abierta, luego se asoma hacia adentro de mi casa y se expande, flota, vuela, penetra en mis fosas nasales y deja su fragante recuerdo pasando por mi glándula pituitaria. En algún lugar que no conoce el concepto de tiempo se guarda la rosa; el tallo vigoroso que trepa un piso hasta la ventana, las hojas de un verde oscuro y brillante; los pétalos de un rosa claro, suaves, delicados. Y la casa se llena de ese perfume infinito a primavera,  no pudiendo ya  separar ese olor del aroma del hogar, del angelito con su cordero, de las sábanas limpias, del goteo del grifo, de mi madre joven y alegre. En todo se quedó la rosa prendida y vivió ese día como el último que era, dándose, desparramándose en cada partícula. La rosa era eterna.

 
Con los años cortaron el rosal para ampliar la casa y no hubo más rosas; no como aquellas. A veces deseaba ser una pequeña abeja, o una mariposa, para sentarme en la rosa y soñar despierta en esa suavidad. Si cortaban una rosa para poner en un jarrón se deshacía y los pétalos se desgranaban, uno a uno. La rosa era perfecta ese día, mientas estaba viva en el rosal. Un auténtico lujo de la naturaleza. Si amas la rosa déjala crecer.

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