El velatorio
Puede que fuera invierno, yo no tendría
aún los cinco años, pero recuerdo aquel hecho con claridad; alguien trajo
la noticia: el padre de mi tía M. había muerto; el fallecido, el señor J. era
una persona de edad avanzada y no lo recuerdo en vida, ningún hecho ni anécdota
que le pueda asociar. Mamá como cuñada de la tía M tenía que hacer los
protocolos de rigor, así que fuimos caminando a su casa, no muy lejos de la
nuestra, a dar el pésame a la tía y a participar en el velatorio.
Al entrar en la casa oscura se oía un
murmullo de voces femeninas entremezclado con suspiros y lloros; tras atravesar
un corredor y un oscuro pasillo llegamos a una doble puerta cristalera, allí en
medio de una habitación que había sido vaciada de muebles, se hallaba el
féretro rodeado de sillas que ocupaban personas muy serias y tristes, en su
mayoría mujeres; tras los saludos cedieron un asiento a mi madre y yo permanecí
a su lado observando atentamente el ataúd que era de madera brillante y adornos
metálicos, con un cristal en la parte superior tras el que podía verse al
difunto que yacía inmóvil con las manos cruzadas sobre el pecho.
Comprobé que los murmullos que se oían
desde la entrada eran los misterios del Santo Rosario que sin cesar repetía una
mujer entre los presentes y que a cada oración contestaba al unísono el resto
de asistentes; me llamó la atención un collar con bolitas negras rematado en
una cruz. Ante mis preguntas, y entre respetuosos susurros, mamá me
explicó que aquello era un rosario y las oraciones era rezar el rosario (una
oración por cada bolita) para que el difunto descansara en paz. Mamá también me
dijo que nos iríamos tras rezar un rosario; había muchísimas bolitas y me temí
que aquello iba para muy largo. Yo sentía la opresión de aquellos susurros y
del aire denso que exhalaban los comedidos rezos.
Tras cansarme de estar sentada en silencio
o en brazos de mi madre, sentí curiosidad por ver el muerto más de cerca, así
que tras pedir permiso me acerqué a mirar el féretro que se asentaba en el piso
sobre una alfombra. No había más que un hombre dormido, los ojos cerrados, las
manos muy pálidas, igual que el rostro inexpresivo, cruzadas inmóviles sobre el
pecho. Reposaba vestido con traje oscuro y corbata, en el estrecho ataúd
forrado de acolchado raso, blanco y brillante; su cabeza reposaba en una
breve almohada de encaje también blanca. Yo observaba los detalles asomada al
cristal en el que veía reflejada mi propia imagen; se hallaba mi cara infantil
tocando el cristal, encima de la del muerto, cuando de pronto sus ojos se
abrieron completamente y me miraron con una expresión de estupor o sorpresa. No
sé qué dije, no sé si grité; fui a los brazos de mi madre para decirle que el
hombre no estaba muerto pues había abierto los ojos. Pero nadie me creyó. El
muerto volvía a tener los ojos cerrados.
Nunca olvidé el misterio de ese momento y aunque supe más tarde que
abrir los ojos es un reflejo en los difuntos yo ya lo había guardado para
siempre en mi memoria con un gran interrogante: ¿Estaba muerto?.
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Velas |
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