Máscara
Este día
empezó como casi cualquier otro, a no ser por esa sensación de entrañas
tristes. Había una pesadez dolorosa y dulce que tiraba de mi hacia el fondo con
una cuerda viva e invisible cuya polea de contención radicaba en algún lugar
vacilante de mi voluntad. Conocía la sensación, me era familiar y tenía motivos
para temerla. Me preguntaba ¿porqué? Aunque el desencadenante era también
familiar. La falta de fe, el miedo a vivir una vida equivocada, la sensación de
estar quemando unas velas definitivas y valiosas. Y de nuevo el miedo. Miedo al
cambio, miedo a la tristeza.
Luché haciendo cosas, tareas, rutinas. La soga afloja su presión pero no me fío y hago bien, el retroceso es solo aparente y en cualquier momento me puede arrastrar pendiente abajo.
Luché haciendo cosas, tareas, rutinas. La soga afloja su presión pero no me fío y hago bien, el retroceso es solo aparente y en cualquier momento me puede arrastrar pendiente abajo.
Consigo
salir al sol tan hermoso del invierno que emana también ese mensaje de
pasajeros al tren, que es el último. Busco la acera correcta y mi cara elevada
para recibir el máximo posible de luz y calor irradia alegría, provisional pero
alegría al fin. El paso es estrecho. Miro a la cara de la gente que se cruza.
Camino tranquila y me bajo de la acera para ceder el escaso espacio a una joven
mujer que conduce un carrito de bebé; al cruzarnos le miro a la cara
esperando tal vez una sonrisa cómplice o de agradecimiento, pero no veo sino
una máscara fría y una mirada muerta y perdida en el infinito de un vacío
oscuro, cerrado y desolador. Es una mirada que da por hecho lo que debe
construirse día a día, cada hora, cada minuto, desde cada uno para cada
cual; modales, convivencia, paz, civilización. Hay miradas que cual agujeros
negros atrapan, capturan, apropian; pero no retornan.
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